Divagando Metáforas

Revestido el cielo. Parda la tarde. Hartas de vino las nubes. Empañados los cristales. Lloradas las calles. Mecidas las palmeras...

Así brillan las avenidas de mi ciudad en noviembre. Es mundano. A no ser que desees pararte un minuto y contemplar a la velocidad a la que los colores se estrellan unos con otros formando autopistas. La calabaza verdea. Hace gris. No tanto como para llevar guantes y gorro. Pero lo suficiente para que mi piel se haga somnolienta. El caballo amarillo relincha cada cinco minutos en mi ventana. Le tocará en nada. Llegar, parar, relinchar, recoger pasajeros...  Después se irá. Como lo hacen las olas olvidadas en la línea de tiza.

Y os preguntaréis sobre mi hablar extraño. Pero las lanzas son más bellas cuando solo cobran significado al que entiende. Al que ve en el cielo calabaza. En el viento palabras. En las amplias carreteras silencio. En los desiertos soledad... Para el que ve con ojos de sauce.
-¿Y qué narices serán los ojos de sauce?
Son esos con aspecto de madera y cálidos. Que cuando lloran lo hacen de color verde y casi nunca es por tristeza sino de alegría, de pequeñas sorpresas que le llenan de emoción. Entonces las lágrimas saltan de las pestañas y parece que bailan como la lluvia sobre el azul de las calzadas.

El gris de diciembre se cuela por las ranuras que dejan las ventanas. Es un mes bien húmedo. Más bien le gusta dibujar con carboncillo sobre las aristas olvidadas de las farolas. Que iluminan cabezas perdidas en retales que necesitan ser urdidos.

La metáfora se usa metafóricamente. Es impropia, acabada, subjetiva... La metáfora asusta, porque no es dominable ni pautada. La metáfora es el silencio en el ulular callado del viento. Que objeta segundos que quieren ser apagados por el gris mestizo de diciembre.

Y las nubes, !que siguen hartas de vino¡

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